La semana santa me huele a León. A cecina, salchichón y a ese chorizo ligeramente ahumado que saca mi padre del frigorífico en una cesta roja para cenar. Suena a casa que se estremece por un centro de tambores y cornetas, silenciosos y solemnes. Se siente como una multitud que tienes que nadar a contracorriente cuando tratas de acercarte al húmedo. Sabe a tapas, y a cortos, y a morcilla, y a patatas, siempre patatas, picantes las mejores. Luce brillante como la catedral iluminada por las nubes del atardecer, como esos pasos que se abren camino en una procesión de nazarenos y capirotes, de colores y símbolos que siguen una lógica que no siempre termino de comprender. León me gusta, me relaja, me desenchufa. Es tiempo para mí, para disfrutar de mis raíces. Es una ciudad manejable, rodeada de un paisaje de ensueño. Es el cariño de mi padre y el sueño de mi abuela que vive ahora buceando entre las palabras que algún día recordó.

catedral de león. Fotografía de Raúl Álvarez González
Catedral de León

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