Imagina que sales una noche con tus amigos y ese ángel que creías que te miraba desde el fondo de la barra finalmente se acerca a ti.
Imagina que resulta que no sólo es guapa, sino que además descubres que, pese a lo inteligente que es, le vuelve loca hablar contigo y se ríe a carcajadas con tus gracietas más tontas; especialmente con ese humor tan negro que sólo usas con tus amigos por miedo a que quien no te conozca lo considere bárbaro, rayando lo obsceno.
Imagina que de pronto te dice: «Hablas demasiado, vamos a bailar.» Y tú no has bailado nunca. Ni lo intentas, porque no te gusta. Y allá vas, porque en ese momento cruzarías la séptima puerta del infierno si ella te lleva de la mano. Y bailas (O eso crees. Tus amigos te recordarán otra cosa por la mañana, pero eso es una historia para otro momento), hasta que tus pies no pueden más y tu camisa y medio pub empiezan a pedirte a gritos una ducha. Y ella ahí sigue, mirándote sin dejar de sonreír.
Imagina que no quieres que llegue ese momento que finalmente llega. Ella se va a su casa. Tú te vas a tu casa, porque nada esta noche tendrá sentido a partir de ahora.
Imagina que llega la mañana.
Imagina que mientras luchas por despertarte alguien besa tu mejilla con cariño. Tratas de imaginar qué golpe de fortuna que ahora no recuerdas la trajo finalmente a tu cama. Y vuelves a revivir la noche entera en menos de un segundo para acabar de nuevo aquí, de vuelta, deseando abrir los ojos y decirle: «Te he echado de menos.»
Imagina abrir los ojos para encontrarte a tu perro Gus, un simpático bull dog francés, tan feo que es bonito, lamiéndote la cara con el mismo amor de cada mañana.
Justo así me he sentido yo esta tarde, cuando casi se me escapa un «Buona sera!» mientras el agente de fronteras del aeropuerto de Gatwick me decía: «Your passport please.»
Florencia