Dubrovnik está en un exclave. Si quieres conducir desde Dubrovnik a casi cualquier otra ciudad Croata, ya sea Split, Rijeka o Zagreb, no te queda más remedio que cruzar una franja de 9 kilómetros de Bosnia-Herzegovina.
Ser de Salamanca es ser de provincias y de ciudad. Es ser mi propio tipo de paleto. El mismo paleto que encuentra emocionante montar en metro pero puede irse a un pueblo de Extremadura y decir sin vergüenza ninguna: «Madre mía, ¡cómo viven aquí!» Es ese paleto el que se ha ido de excursión al otro lado de Croacia con la excusa de poder decir: «¡Madre mía, Bosnia-Herzegovina!»
Nada más volver a Croacia está Kiek. Un pueblito al que se mira desde arriba por la serpenteante carretera que recorre la costa. No es bonito salvo por el turquesa de sus aguas en un entrante de la costa. Es un sitio en el que el paleto piensa: «Un café, ahí, frente a la puesta de sol, ya verás».
Y en la terraza, una mesa; y en la mesa una señora, entrada en años y en carnes. De las que dejan el bastón sobre la mesa junto a la tablet y el café. Una mujer que lee un libro mientras el dueño del local le saca una foto con el móvil. Que levanta la mirada del libro para pedirle que la repita, que se asegure de que sale el mar y la puesta de sol, mientras vuelve a la pose de lectura. Que pide el móvil de vuelta, deja el libro boca abajo, abierto para no perder la página, y envía esa misma foto. ¿A quién? ¿A hijos? ¿Nietos? ¿A Instagram?
¡Madre mía!