Shinja Tokaido le ha dado muchas vueltas a su mesa de trabajo. Ha probado todo. Pasó la primera mitad de esta década con un tablero de cedro anclado a la pared, en voladizo, con un par de escuadras. Probó también la moda de Silicon Valley durante un par de meses con un escritorio de altura variable que le permitiera trabajar de pie.
Finalmente se ha decidido por un mesón grande y pesado, que pasaría desapercibido en cualquier comedor con cierto aire vintage. Un tablero, construido con listones antiguos que se levanta fuerte sobre cuatro patas con volutas, como recordando a un capitel griego. Las chorradas minimalistas no son para Tokaido.
Tan sólido es el resultado final que cuando Shinja hace su numerito de pensador profundo, golpeando fuerte con la palma de la mano para sobresaltar a su interlocutor, ahí no se mueve nada. Como si esa mesa vieja de madera fuese el disfraz de un duro bloque de hormigón.
Sobre la mesa un teléfono. Negro. Voluminoso. De película clásica de detectives. Y una hoja de papel. Y una pluma estilográfica cargada de tinta azul.
Su cara sería redonda si no fuera por todo el peso que ha perdido desde la última vez que nos vimos. Con una mandíbula angulosa, que mengua hasta esconderse entre el pelo crecido pero que todavía no es largo, cayendo desde el centro y hacia ambos lados; y esas gafas de montura negra, muy fina, con cristales grandes y completamente redondos.
— Yo la llamo ‘la mesa inteligente’. No necesito más.
Creo que no se da cuenta de que ya intentó hacerme reír con esa tontería.