— Han puesto una escultura de un árbol en el Tate Modern.
— ¿Un árbol?
— Un árbol, sí, un árbol. La verdad es que de entrada parece un árbol de verdad. Como si alguien hubiese cogido un viejo árbol seco, con tronco grueso y muchas ramas y lo hubiese transplantado tal cual a esa sala.
— ¿Cómo? Una escultura, de un árbol, ¿de madera?
— Sí. Ya te digo que al principio da el pego pero cuando lo miras ves que las partes no encajan y que están unidas con una especie de tornillos largos que atraviesan las ramas y el tronco de lado a lado.
— ¿Cómo que no encajan?
— Pues como que no encajan. Es una escultura, de un árbol y de madera, hecha a partir de trozos de otros árboles. Es imposible que encajen. Pero la forma es la de un árbol
— Pero bueno, ¿y eso es arte?
— Y yo qué sé. Lo único que digo es que en conjunto, ese árbol grande en el vestíbulo del Tate, con el techo tan alto, es una buena imagen. Ahora, en lo que haya querido decir el autor ya no me meto porque no tengo ni idea.
— ¿Crees que tiene algún significado?
— Lo tendrá, supongo, pero eso sólo lo sabe el autor. Yo, por ejemplo, veo un objeto perfectamente reconocible, porque todo el que lo ve te va a decir que es un árbol. Sin embargo no es un árbol; nunca lo fue. En todo caso fue muchos árboles. Y sí, ves las imperfecciones de la construcción, ves las piezas y ves incluso la forma tan burda y tosca que han elegido para unirlas y que todo tenga sentido, pero a pesar de todo, con que te separes unos metros basta para que vuelva la ilusión de que lo que estás viendo es un árbol. ¿No es algo parecido a lo que hacemos con la Historia?
— Me dejas con el culo roto. Entonces, ¿merece la pena ir a verlo?
— No. No vayas. Es una mierda. Podría haberlo hecho yo. A cualquier cosa le llaman arte.