Tengo un recuerdo que lo veo como si fuera aquí, ahora mismo, en mi salón. Una agente del control de seguridad en el aeropuerto de Chicago pregunta:
— ¿Es esta su mochila?
Se la lleva y sin dejar de hablar con su compañera, posiblemente de sus cosas, la abre buscando algo que han visto en los rayos X. Saca unas tijeras de 10 ó 12 centímetros, puntiagudas, y a mí se me viene todo encima.
Una semana antes estaba de mudanza. Tras guardar mi año en dos maletas, lo que me quedaba en la mesa acabó de cualquier manera en la mochila; esas tijeras de un palmo, también. Me mudaba igual que había llegado el verano anterior tras recibir una beca que aunque me cubría la matrícula no incluía el convenio con mi universidad.
«Tirar» el año, académicamente hablando, me daba la libertad de elegir asignaturas por gusto. Como por gusto me fijé en una pila de cuatro asignaturas de Diseño Gráfico que allí caían dentro del grado en Bellas Artes. Ese toque de diseño que se cree arte me tuvo todo el año jugando, además de con el ordenador, con pinceles, pinturas, papel y también con esas tijeras.
Las tijeras no tenían más. Tendría que haberlas olvidado como olvidadas estaban en esa mochila que pretendía meter en la cabina. Sin embargo, recuerdo perfectamente cómo aquella agente que ahora tiene las tijeras en la mano les pega un vistazo y, sin dejar de hablar con su colega, las devuelve a la mochila.
— Todo en orden, puede seguir.
Te juro que recuerdo ese «mira lo que podría haber pasado» como si fuese ahora mismo. Recuerdo todas las ocasiones en las que conté y reconté la misma batallita, desde el momento en que me bajé del avión en Madrid.
7 años hace de todo aquello y no he vuelto a ver esas tijeras ni una sola vez.